El viernes fue un día ajetreado. Partimos bien temprano de Barcelona y tras recalar en la que iba a ser nuestra vivienda durante el fin de semana nos dejamos de boberías y nos dirigimos al tema: la comida. Menudo festín entre pecho y espalda nos hemos metido este fin de semana, y porque no se compró más. Playa, siesta después de comer y más playa. Ni escrito en el Manual del Dominguero, oye. La duchita de rigor, a ponerse majete, paseíto con cabezada incluída por el Hospital y el desmadre.
No me extraña nada nuestro ánimo, energías y rostros que teníamos el sábado. El alcohol voló, como volaron muchas otras cosas que iban desapareciendo de su sitio. Pocos fueron los que acabaron como empezaron la noche, por no decir ninguno.
Y llegó el que suelen llamar el día del Señor. Y ahí se volvió a recuperar las fuerzas, el ánimo y las ganas de comer. Aunque el manjar llegó tarde a la mesa, sedujo a todos y nos reactivó. Únicamente faltaba remojarse con la manguera como guinda de un buen fin de semana. Porque a pesar de tomarme el primer café con leche con azucar moreno, a pesar del olor a suegro muerto del garaje, a pesar del mal sabor del ron de seis euros y a pesar del tío imaginario que estaba sentado delante de la puerta de la cocina; pasar un fin de semana con todos vosotros no tiene precio.
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